sábado, 5 de septiembre de 2009

Sueño de un mediodía de verano

Un caluroso día de verano de principios de los años ochenta, Selma Ancira, a quien le debemos entre otras las magnificas traducciones de los Diarios de Lev Tolstoi (Era) y la obra completa de Marina Tsvetaieva, paseaba por el centro de Atenas, cuando entró a una librería y se encontró con una hermosa edición de un poema de Yannis Ritsos, el cual de inmediato la sedujo por su título Sueño de un mediodía de verano. Compró el libro y salió con muchas expectativas. Le emocionó saber que por primera vez en su vida leería una obra en griego, aun cuando sus conocimientos del idioma eran aún bastante rudimentarios.
En ese libro que posteriormente aparecería bajo el sello del Fondo de Cultura Económica, en su colección Centzontle, descubrió imágenes que intuyó hermosas. Así lo recuerda: “Lentamente y con ayuda de un diccionario fui descubriendo lo que el melodioso sonido de los versos escondía. Me enamoré del poema. Quise traducirlo por el placer de recrear en mi lengua lo que el poeta había creado en la suya, por el deleite de inventar en español imágenes con tonalidades inequívocamente helénicas”.
¿Qué entrevió en ese poema la también traductora de las Cartas a Misha, de Fiodor Mijaïlovich Dostoevski?
Desde luego que una autenticidad como poeta, un poeta que en cada verso se transporta a su niñez en un rincón apartado del Peloponeso, un poeta que descubre las alas de las aves, el color de las amapolas y que charla con los astros.
Nos subimos en las alas de las golondrinas y fuimos a cortar flores en el cielo.
El viento de verano no tiene secretos para nosotros que caminamos descalzos sobre la hierba y hablamos con las cigarras el lenguaje del sol.

Ritsos no era un poeta que buscará deslumbrar a sus lectores con imágenes rebuscadas, escribía pasajes de su infancia sin pudor. Sus poemas estaban destinados a descubrir chabacanerías.y así lo demuestra en esta pequeña obra.
Anoche los niños no durmieron. Habían encerrado un montón de cigarras en la cajita de los lápices y las cigarras cantaban bajo sus almohadas una canción que los niños conocían desde siempre, pero que olvidaban al despuntar el día.
En este poema redactado en 1938 en Párnitha, exhibe esos primeros íntimos secretos; esos olvidos voluntarios, mediante descripciones objetivas y recuerdos puntuales.
Nadie sabía nada de nosotros cuando hablábamos en voz muy baja al oído de una mariposa.
Nadie recuerda cómo conversó con el alba cuando las flores conocían su voz y los pájaros, llevando banderas y clarines, desfilaban como soldaditos de plomo por el sendero que esbozaba el primer rayo de luz.
Para este cantor, nacido el 1 de mayo de 1909 en Monemvasia y fallecido el 11 de noviembre de 1990 en Atenas, la dimensión sensible de los recuerdos infantiles guardan en sí mismos a un vouyerista primerizo.
No hace mucho el sol todavía colgaba dorados flecos a las puertas del bosque.
Los arbustos se despojaban de sus delantales verdes y se bañaban a escondidas en el río (…)
El bosque entero olía a mujer desnuda.

El ganador del Premio Nobel en 1963, irónicamente, rechazaba en unas líneas lo que más tarde le daría fama universal: “No nos gustan, ahora, los libros con sus enjutos monjes los versos”, pero cierra el telón a esta travesía con un verso con el que inaugura su experiencia intelectual: “lo leímos hoy en el libro abierto del sol; hoy, que olvidamos los demás libros”.
Foto 2: Portada libro Sueño de un mediodía de verano

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